Digamos esto para comenzar: toda comparación aquí no es más que un juego teórico entre una leyenda con 20 años de carrera, miembro del Salón de la Fama, y un veinteañero con dos temporadas en las Grande Liga, llamado a defender ahora la posición que aquél ocupó.
Gleyber Torres es el nuevo dueño de las paradas cortas en el Bronx. Los Yanquis lo alternaron entre ese sitio y la intermedia en 2019 y decidieron darle el short a tiempo completo a partir de esta campaña, una justa por ahora suspendida debido a la pandemia mundial del covid-19.
El solo hecho de ser el nuevo dueño del campo corto le hermana con Derek Jeter, el último capitán de los neoyorquinos, figura fundamental de la franquicia más icónica de la MLB. No importa que lo haga bien o mal, que esté ahí durante mucho o poco tiempo; la coincidencia permite hablar de ambos en una misma columna.
También les vincula la paciencia con que la prensa de la Gran Manzana habla de la defensiva del heredero, como antes habló de su antecesor.
Jeter fue un gran jugador. Si Mariano Rivera entró unánimemente a Cooperstown, él merecía igualmente ese honor (así como también lo merecían Ken Griffey Jr., Ted Williams, Babe Ruth y tantos indiscutibles del pabellón). Dejó huella imborrable en su novena, en su tiempo y en la historia.
Se puede detestar a los Yanquis. Es el “imperio de mal”, el club que, con la chequera y la arrogancia de George Steinbrenner, compró estrellas a granel para conquistar varias veces la Serie Mundial en la era de los agentes libres. Aun con ese sentimiento, quien ame el beisbol reconocerá la grandeza del torpedero que lideró con el ejemplo, que jugó duro y limpio, que dio batazos oportunos y protagonizó momentos inolvidables, como la vez que realizó un corte y relevo imposibles para lograr el out más memorable que este columnista haya visto en un playoff, aquel contra los Atléticos de Oakland, en 2001.
Pero vayamos al punto: desde hace tres o cuatro semanas la prensa de Nueva York habla sobre los errores que cometió Torres en los juegos de exhibición, sin mostrar alarma por ello. ¿Es la tensa calma que antecede la tempestad de críticas que algún día pudieran llegar? Es imposible saberlo con certeza. Habrá que ir viendo cómo evoluciona el caraqueño con el guante y cuál es la tendencia de los medios de comunicación al hablar de él.
Pareciera, por ahora, que el criollo es un favorito de la prensa, como pareciera serlo también del público. Se entiende, porque hasta ahora mezcla todo lo que podría desearse: muy joven llegó a las Mayores, triunfó de inmediato, su ofensiva le ha puesto junto a los más grandes de su novena a la misma edad, ha demostrado que puede ser un líder en postemporada y sabe qué decir ante los reporteros, pues mezcla sinceridad y palabras correctas, que ponen siempre primero al equipo antes que a él. Que tiene ángel, vaya.
Jeter también lo tenía, desde su estreno, pero esta columna no busca compararlos en ese aspecto. De nuevo, tiene una placa en Cooperstown y el otro apenas suma dos torneos. Falta trecho para buscar paralelismos. Pero sí es tiempo de recordar que el gran capitán de los Yanquis nunca fue un shortstop de élite, a pesar de sus cinco guantes de oro.
Hoy no habría ganado esas distinciones. En la actualidad no votan los managers y los coaches, como era antes. El galardón dorado depende de un panel de analistas que toma en consideración mucho más que la fama de los evaluados, como sí hacían pilotos e instructores.
Esos especialistas no habrían apoyado a Jeter, salvo quizás en 2009, el único año a partir de 1999 en el que tuvo un WAR defensivo positivo en la cuenta de Baseball Reference, y el único desde 2002 con UZR positivo, lo que le llevó también a tener registros negativos en la cuenta de Fangraphs.
El factor de alcance del estadounidense fue igualmente negativo. Durante su carrera toda realizó una jugada menos que el promedio de los paracortos en las Mayores por cada dos encuentros, o lo que es igual, completó aproximadamente 80 acciones menos que la media de sus colegas en cada torneo que disputó.
Pocos hablaban de la defensiva de Jeter, porque aquello lo compensaba con otras muchas cosas, incluso su arrojo al campo, lo que le permitía hacer jugadas como el “flip” ante Oakland en 2001 o esa otra oportunidad en que cayó en las tribunas buscando un elevado y emergió de entre la multitud con el out en las manos y la cara ensangrentada.
Tenía ángel y sobre todo buen bate. Sin llegar a ser un slugger con todas las letras (dejó promedios de .310/.377/.440, topes de 24 jonrones y 102 empujadas), fue un primer bate de élite y un toletero del clutch, ese a quien los suyos querían tener en el home cuando era más necesario un hit.
Torres no ha llegado a su tope, en teoría, porque todo lo que tiene lo ha logrado antes de los 23 años de nacido. Pese a eso, tiene promedios de .275/.338/.511, con topes de 38 vuelacercas y 90 remolques. Si esa proyección con el madero sigue en ascenso, será más que probable que la atención estará sobre sus virtudes y no sobre los yerros que pueda cometer.
Tiene hasta ahora un UZR/150 muy parecido a Jeter (menos 8.1 contra menos 6.2 de su antecesor), también se parecen en el número de carreras salvadas (en ambos casos negativo) y su factor de alcance en las paradas cortas (porque en la intermedia sí es positivo) se parece mucho a la media de la MLB, a diferencia de la leyenda, a quien ya vimos francamente rezagado frente a los shortstops de su tiempo en ese y otros aspectos.
Es posible que Torres pueda llegar a ser un segunda base cercano a la excelencia y no debería descartarse que vuelva algún día a esa posición, donde lo ha hecho mejor. Hay que esperar a ver en qué torpedero se convierte.
Hay algo muy probable: si simplemente llega a ser un short promedio o un poco por debajo, como hasta ahora ha sido y como fue Jeter, pero en cambio sigue en alza con el barquillo, será considerado un infielder de élite, por todo lo que es capaz de aportar.
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Columna publicada en ElNacional.com, el martes 31 de marzo de 2019.