El Emergente
Por Ignacio Serrano
Aquello era una rareza para un niño de 10 años de edad. El jugador de la foto, vestido con los colores del Magallanes, llevaba un palillo de madera en la boca. ¿Un mondadientes? ¿Y para qué, en un campo de beisbol?
Una tras otra, todas las fotografías en los periódicos mostraban la misma peculiaridad. Era el Maestro Gustavo Gil, segunda base de los Navegantes, figura reverenciada por entonces.
A los 10 años de edad importan menos los casi 800 hits que para ese tiempo sumaba, aunque acercarse a los 1.000 incogibles fuera una proeza en la LVBP. El palillo era lo llamativo, porque ¿cómo hacía para tomar roletazos con eso entre los labios? ¿No temía tragárselo con un mal bounce o al hacer un pívot?
Al niño de 1976 le gustó la rareza y comenzó a usar un palillo de madera entre los labios, en los Criollitos. Para el muchacho que en ese entonces era este columnista, tomar batazos con un mondadientes en la boca era estar un paso más cerca del cielo.
Ya Gil detonaba sus últimos cartuchos con el Magallanes. Mucho antes, fue pieza fundamental del Valencia, la primera gran dinastía de nuestra pelota.
Esos Industriales conquistaron el primer tricampeonato en Venezuela. Él llegó para la última de esas coronas, en la campaña 1960-1961, y se convirtió en un talismán.
Fue el antecesor de Alex Delgado, moderno Señor de los Anillos. Participó en 12 finales y ganó la mitad. Celebró dos con los pericos. Dos más con los turcos. Y agregó una con el Caracas y otra con La Guaira, ya como refuerzo.
Gil fue una rareza. Cuando el deporte criollo sumaba menos de dos docenas de bigleaguers, él aparecía en las barajitas de la Topps como novato estrella, en 1967. Fue un infielder de manos seguras, como buen venezolano. Pero su ofensiva no le alcanzó para hacer carrera en las mayores.
Jim Bouton, ex lanzador de los Yanquis y los Pilotos de Seattle, dedicó varias menciones al caraqueño y a Diego Seguí en su entretenido libro Ball Four. Para el pitcher, el camarero era ejemplo de la debilidad de esos Pilotos.
Las estadísticas pueden más que la nostalgia. Bouton tenía razón. El recluta estelar de 1967 apenas bateó para .115 ese año y cerró sus cuatro zafras arriba en la MLB con .186 de average. Era un beisbol más exigente, con sólo 24 equipos, 12 por liga. Era mucho más difícil mantenerse arriba.
Este columnista, ya adolescente, veía con admiración a Gil caminar por el dugout de los Tiburones, en el Universitario. Fue su última etapa en la LVBP, como manager de La Guaira. Ya no celebró. Metió a los escualos en la semifinal del campeonato 1980-1981, pero no pudo hacer carrera como piloto tras algunas decisiones desafortunadas. Pedro Padrón Panza apostó después por Oswaldo Virgil y el gran camarero se despidió de este circuito.
Somos injustos con nuestras figuras. A menudo quedan en el olvido. Al menos Magallanes se trajo a Gil hace algunos años, en los tiempos en que Alfredo Guadarrama y Juan José Ávila presidían la nave, y le hicieron un homenaje en esa Valencia donde tantas veces triunfó.
Su estatuilla está en nuestro Salón de la Fama. Pero aún faltan gestos que resalten la trayectoria de esta leyenda que se despidió con 982 hits en nuestro beisbol, dueño de unas manos privilegiadas y un sempiterno palillo mondadientes que para siempre acompañará los primeros recuerdos del deporte que tanto amamos.
Publicado en El Nacional, el miércoles 9 de diciembre de 2015.