El Emergente
Ignacio Serrano
Una voz profunda y reconocible soltó aquellas palabras a nuestra espalda, en el palco de prensa del estadio Universitario. Escribíamos los lineups en el cuaderno de anotación cuando escuchamos el inesperado saludo, la primera de muchas veces.
A Beto Perdomo no le importaba que este columnista tuviera veintipocos años de edad y estuviera dando sus primeros pasos en una carrera en la que él era figura y referente.
Allá, por los años 90, siempre tenía un momento para demostrar su verdadera personalidad, esa que adornaba con la contagiante sonrisa que llevaba a todas partes, a menudo trocada en carcajada.
Beto sabía quién era cada quien, incluso los recién llegados al estadio. Y si alguien estaba apenas comenzando, él sabía el modo de hacerle notar que estaba al tanto de su trabajo y de sus primeros pasos.
Prefería manejar por su cuenta, sin importar la ciudad donde le tocara transmitir un juego, porque era tan libre como, por fama, desordenado. Pero siempre tuvo los pies sobre la tierra y el corazón en su sitio.
Era menos improvisado de lo hacía parecer. No de balde aprendió método de Buck Canel, de Juan Vené, de Felo Ramírez, de tantos grandes del micrófono con quienes compartió en la pelota. Todo lo que hacía tenía sentido: sus chistes, su manejo de la voz, los ritmos de su relato y los códigos que supo enseñar a sus colegas más jóvenes.
Nunca dejó de dar lo que tenía. La nostalgia de no tenerle comienza por saber que ya no estará entre nosotros esa generosidad suya, tan propia de la venezolanidad que representó y que tanto necesitamos rescatar en estos tiempos duros.
Beto no sólo fue un narrador; fue un showman. Como Carlitos González y el Musiú Lacavalerie, tenía esa rara capacidad natural para comunicarse con el pueblo, en la acepción más entrañable de esa palabra; esa chispeante habilidad para encontrar la frase pegajosa que conectaba de inmediato con la gente.
Como Carlitos y el Musiú, su molde se rompió. No quedan hombres de radio como ellos. Los hay muy serios y muy sabios y muy buenos. La escuela de Pancho Pepe Cróquer, Delio Amado León y Alfonso Saer sigue dando frutos. Pero ¿queda alguien con ese tino para decir lo que al día siguiente todos estarán repitiendo en las areperas y panaderías?
Beto lo sabía, y sabía que eso le daba de comer. Por ello se mostraba aún más desprolijo de lo que en verdad era. Por eso alimentaba la imagen de encontrarse hablando en la mesa de dominó con sus amigos, antes que la de un inteligente perifoneador.
Porque inteligente era. Tanto como era bondadoso. Por eso sacó provecho de su personalidad, hasta meterse en el afecto de millones de personas. Por eso tantos le lloran desde el jueves. Porque a los 69 años de edad todavía se es joven, especialmente cuando se tienen esa energía y ese buen corazón.
“Me jodí, carajito, es normal que ustedes nos desplacen a los viejos. Es la ley de la vida”, nos dijo una vez, hace no mucho tiempo. Quizás le temiera al calendario, como tanto bromeara con él su hermano John Carrillo.
Estaba equivocado. Porque Beto prendió para siempre en el oído y en la memoria de quienes le oyeron. Por eso no morirá nunca y reiremos una y otra vez al recordarle. Y prendió para siempre en los corazones de quienes tuvimos su amistad. Por eso lloramos hoy al despedirle.
Publicado en El Nacional, el domingo 1° de mayo de 2016.