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La decisión de Odúbel

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El Emergente
Por Ignacio Serrano

Nadie previó la intempestiva salida de Odúbel Herrera. Ni sus compañeros ni la gerencia de los Tiburones ni los medios de comunicación.

En un tiempo donde es tan común ver marcharse a los grandeligas, o verles quedarse en sus casas, fue un escándalo la decisión del zuliano. ¿Por qué? A fin de cuentas lo de Herrera se parece mucho a tantos otros casos.

Hay una diferencia entre lo hecho por el Torito y la mayoría de sus colegas. Mientras que muchos avisan con antelación cuál será su período de juego en la LVBP y otros lamentan públicamente haber recibido un llamado del norte, el centerfielder de los Filis no dijo lo que pasaba por su cabeza ni dejó una explicación razonable de sus actos.

Herrera tiene todo el derecho de hacer lo que hizo, salvo por un detalle: lo responsable con sus compañeros, con el equipo y consigo mismo era plantear la situación al alto mando, para que la gerencia tomara previsiones.

La Guaira pasó por eso con varios bigleaguers, sin que se desatara una crisis. Miguel Rojas, por ejemplo, avisó que jugaría hasta noviembre y que trataría de volver en enero. Y cuando no pudo, lo advirtió con semanas de antelación. Luis Sardiñas avisó que vendría en la recta final y que iría “ronda a ronda”, dependiendo del permiso de Milwaukee.

Herrera, Rojas, Sardiñas o cualquiera de los ausentes de hoy (una lista que va de Grégor Blanco hasta Salvador Pérez) no pueden verse en el espejo de eso que los fanáticos llaman “los grandeligas de antes”. Los grandeligas de antes jugaban en las Grandes Ligas de ayer.

Víctor Davalillo y César Tovar cobraban 20.000 o 30.000 dólares por temporada, luego de varios años de servicio, mientras que el sueldo mínimo de hoy ronda los 520.000 dólares anuales. ¡El mínimo!

Aquellos 20.000 dólares se cambiaban a 4,30 bolívares en el mercado de ese tiempo. Hoy, en el mercado paralelo, ya sabemos cuántos bolívares podría conseguir alguien que venda un dólar.

Los grandeligas de antes no jugaban por amor al juego y a las camisetas. Por supuesto que las amaban. Pero también jugaban por necesidad.

No tenían alternativa. Su profesión era el beisbol. Si no jugaban en el invierno, habrían hecho lo que tantos bigleaguers estadounidenses hacían entre temporadas: buscar empleo, bien fuera atendiendo una estación de gasolina o hasta trabajando como enterrador en un cementerio, que hubo casos así.

Los grandeligas de antes viven hoy de sus pensiones, de la firma de barajitas y memorabilia, mayormente. Los grandeligas de hoy, aseguran su vida y la vida de sus hijos con el primer gran contrato, incluso si es un pacto relativamente discreto.

Vean este modesto ejemplo: los 14 criollos que iban al arbitraje, todos con menos de seis años de experiencia en la MLB, acaban de recibir contratos que suman 33 millones de dólares.

Claro que los grandeligas de hoy tienen derecho de cuidarse y descansar en sus casas. Una lesión en el beisbol de Caribe y todo se acaba. Un pelotazo en la cabeza, un ligamento roto, y el futuro se desmorona.

Los grandeligas de antes harían lo mismo que los grandeligas de hoy. Todos lo haríamos, si nos viéramos en esa circunstancia. Lo único que se pide es comunicación y la responsabilidad de no dejar a los tuyos en el aire.

Es la reflexión que debe hacer todo pelotero antes de tomar su decisión.

Publicado en El Nacional, el domingo 17 de enero de 2015.

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